Seguro que si has pedaleado tienes una buena colección de recuerdos sobre la bicicleta, si lo dejaste también y seguro me vas a comprender, y si no eres ciclista, a lo mejor no tienes sospecha de lo que se vive arriba de una de esas máquinas, tienen la magia de provocar emociones intensas a más no poder y es una pena perderse de ellas, también lo es no regalarle la oportunidad a los niños de enriquecer su espíritu con ello. Uno de los recuerdos más vívidos de mi infancia es pedalear como loco sobre un triciclo, tengo en la cabeza la película de los lugares donde pedaleaba. La bicicleta… es otra historia, no tuve una, me la perdí a lo largo de mi infancia, pero me atraía mucho, así que aprendí a pedalear yo solo en el patio de mis tíos a escondidas con la bici de mi primo. Luego en la adolescencia, a un amigo le regalaron una Vagabundo, íbamos toda la banda a pie a lugares lejanos donde había buenas rampas para turnarnos la bici, cómo olvidar las emociones de esos descensos —no habían nacido las bicis de montaña—, o la de pedalear a todo trapo en la calle con esa bicicleta casi de juguete. Hubo varias veintiocho prestadas, alguna la estrellé.

Cuando compré mi primera bicicleta ya tenía dieciocho años, fue con el ahorro de mi primer salario. El nerviosismo de acudir a la Benotto que existía en la calle de Escuela Médico Militar en el Centro, después de muchas vueltas previas para babear en los aparadores. Ese, fue uno de los momentos más memorables, que el vendedor me midiera para elegir el cuadro a mi talla —si, entonces lo hacían, luego se les olvidó y ahora sólo venden tallas chicas—, atravesar la puerta de la tienda con esa bicicleta de ruta fue extático y también rodarla con temor por la calle.

Pronto vinieron una suma de emociones, la velocidad, aprender trucos de otros ciclistas, acudir a la tienda a ver componentes o bicicletas “profesionales”, ahorrar con paciencia, comprar un sproquet Regina Oro de titanio, luego un buen desviador, un manubrio o un asiento Cinelli, correr más rápido. Saltar con la bicicleta los obstáculos, rodar en grupo.

Y las carreras, la espectación de inscribirse a una y a otra, siempre es la misma emoción, entrenar duro, ver mejorar tu velocidad, la ansiedad para que llegue el día. El nerviosismo la noche anterior y en la mañana del evento, el vértigo de un grupo rodando a tope hombro con hombro, las escapadas, quedar a tiro en el sprint y vaciarte. Sentirte de nuevo con quince años al terminar la carrera, querer más. Ahí están los recuerdos de las sensaciones al competir y las de ganarle a alguien más, que es lo más improbable, a menos que seas Miguel Indurain, el triunfo es un bien escaso.

La primera vez que llegué a otra ciudad en bicicleta, que fue Cuautla, pese al agotamiento me trajo una inigualable sensación de libertad, la de poder llegar más allá de la sierra que rodea el Valle de México con la fuerza de mis piernas para escapar a otros paisajes. Libertad es la palabra clave, es la misma sensación que tienen los niños cuando viajan en bicicleta en el parque, es inigualable. No puedo imaginar lo que sentían las mujeres del Siglo XIX que encontraron en la bicicleta un medio de independencia y emancipación cuando eclosionaba aquel feminismo que vibraba por el deseo de igualdad, igualdad de derechos.

Y claro, están los descensos, los de carretera, en aquellos años no había ciclocomputadoras, ni siquiera velocímetros para bicicleta, así que alguna vez pedimos a un coche escolta que nos midiera la velocidad, el informe: 60Km/H. ¡Que decepción! Se sentía como ir a 200, mejor haber vivido en la ignorancia.

Hoy día las emociones persisten, culminar una cima, disfrutar de la naturaleza, moverme a donde sea por la ciudad más rápido que en auto, circular por la noche y disfrutar del fresco, sentarme a tomar un café después de una buena rodada —que le da otra perspectiva—, hasta ir arriba de la barredora y ver llegar a los amigos —amigos ciclistas, que son amigos por el hecho de pedalear— lejos y aplaudir sus méritos.

El ciclismo de montaña no tuve la oportunidad de hacerlo, hoy prefiero llegar hasta el bosque en mi bici y atravesarlo por la carretera, es que no me apetece llegar a sus linderos en coche para subirme a la bicicleta y tomar los senderos. Sin embargo es muy evidente la enorme suma de emociones que puedes vivir sobre una bicicleta de montaña, desde las más obvias como el contacto con la naturaleza, hasta la inmersión en la alberca de adrenalina que debe significar un descenso volando y saltando por las veredas.

La bicicleta amplía tus fronteras de una forma que el automóvil no logra, claro que con éste llegas más lejos y más rápido, pero despojado de tu dimensión humana, desconectado del flujo del tiempo. En la ciudad es otro cantar, mientras en el tráfico me siento atrapado y víctima del estrés y la desesperación, con mi bicicleta soy libre, el coche teóricamente puede correr, en la bici eres rápido, tan rápido como seas capaz, como ahneles y como quieras lograr.

Alguien dirá, otros deportes ofrecen emociones similares o más intensas, puede ser, yo hablo del que me apasiona, pero además en el caso de la bicicleta no sólo podemos hablar de deporte si no de algo que comienza como un juguete en la infancia; que se puede adoptar como medio de transporte cotidiano; que puede usarse para la aventura, ahí están los cicloviajeros y los rompe récords de ultradistancia además de que siempre tiene el gusanillo de competir latente, de forma naural, desde la carrerita eventual en la vía que siempre se ofrece hasta las competencias formales.

Si eres ciclista, sabes de lo que te hablo, comparte tus emociones en los comentarios. Si no, por favor, súbete cuanto antes a una bici, no importa la edad que tengas. Si tienes hijos, regálales una, es mucho mejor que una tablet o una consola, pero sobre todo, sal con ellos, no hay nada comparable que ese tiempo que podrás compartir con ellos sobre dos ruedas.